XVII

Con gran tensión nerviosa esperaba el 12 de septiembre de 1932, aunque sin intuir por lo más remoto que aquella dramática sesión del Reichstag entraría en la historia de la república de Weimar.

Poco antes de las 15 horas tomé asiento en una de las hileras centrales del hemiciclo. Ante nosotros, en el banco del Gobierno, se sentaba el gabinete Von Papen. El canciller del Reich, enfundado en una elegante levita, sonreía a diestro y siniestro con la seguridad previa que le daba sentirse un triunfador. El orden del día, que tenía en el pupitre ante mí, constaba de un solo punto: "Debate sobre una aclaración del Gobierno del Reich". El señor Von Papen deseaba justificar sus decretos especiales del 4 y 5 de septiembre, destinados a estabilizar la economía. Daban a un millón y medio, de los seis que estaban sin trabajo, la posibilidad de no seguir siendo una carga para el Estado. Pero el peso de estas medidas recaía enteramente entre los propios trabajadores: abolición de los salarios según tarifa e interrupción de la acción sindical.

Desde su sitial de presidente dirigía Goering la sesión:

—Tiene la palabra, según el reglamento, el diputado Torgler.

Un rumor sostenido se escuchó entre la asistencia. La sensación aumentó de grado. El presidente nacionalsocialista del Reichstag había concedido la palabra al jefe de la fracción comunista en vez de hacerlo con el canciller. Vi en el banco del Gobierno al señor Von Papen, visiblemente excitado, cuchichear con el ministro del Interior, barón Von Gayl. El ministro del Exterior, Von Neurath; el ministro de Finanzas, Schwerin von Krosigk, y el ministro de Correos y Comunicaciones, Von Eltz-Rübenach, trataban de esconder el rostro y disimular su expresión. Más tarde, aquel Gobierno sería denominado "gabinete de los barones".

—Proponemos — dijo Torgler — una moción que incluya el levantamiento de los decretos de excepción. Proponemos asimismo, como segundo punto del orden del día, nuestra censura al Gobierno de hambre y miseria que preside Von Papen.

Un denso silencio unido a una extraordinaria sorpresa se extendió por las filas de los nacionalsocialistas. Los comunistas nos habían llevado a un puro dilema. No teníamos de ninguna manera la intención de derribar el Gobierno de Von Papen, pues dábamos así al presidente del Reich la ocasión de aplicar el artículo 48 de la Constitución de Weimar y disolver la asamblea. La disolución significaba nuevas elecciones. Y las elecciones costaban un dinero del que carecíamos.

—Pregunto si hay contraopinantes a la moción del diputado Torgler — inquirió Goering.

Silencio. En las primeras filas, el representante de nuestra fracción doctor Frick discutía vivamente con Gregor Strasser y el doctor Goebbels. Era fácil adivinar que no estaban unánimes sobre la reacción que había que tener ante la sorprendente moción comunista.

—Determino, por tanto — volvió a decir Goering —, que con ello...

El doctor Frick se levantó. Propuso el aplazamiento de la sesión por espacio de media hora. Quería ganar tiempo para un intercambio de opiniones entre los miembros de la fracción nacionalsocialista. Los comunistas consideraron aquello como una declaración de guerra.

—i Criados de Papen! ¡Socialfascistas! — gritaban detrás de nosotros mientras nos dirigíamos a la reunión de la fracción.

Goering apareció radiante en el salón. Inmediatamente fue rodeado por las jerarquías del partido. Gregor Strasser le habló con alguna excitación. Strasser deseaba evitar a cualquier precio la disolución del Reichstag porque estaba convencido en la posibilidad de un Gobierno de coalición entre el N.S.D.A,P. y el "Zentrum". Puesto que Hindenburg no deseaba, a ningún precio, ver a Hitler en el puesto de canciller, no cabía duda de que el propio Strasser hubiera sido el hombre clave en aquel Gobierno. Ello le hubiera permitido desplazar al propio Hitler. Buena parte de la fracción era partidaria de Strasser, quien dominaba también la organización del partido.

—El Führer tiene que decidir — dijo Goering.

Hitler, que no era diputado, se encontraba en el hotel "Kaiserhof", donde fue informado del dilema planteado. El tiempo acuciaba. Hitler se dirigió en automóvil al despacho oficial de Goering, en el palacio del presidente del Reichstag, contiguo al edificio parlamentario. Allá se encontraba la jefatura de la fracción para recibir órdenes. Hitler comunicó sus instrucciones.

La media hora de aplazamiento había transcurrido ya y los diputados estábamos casi todos sentados en nuestros sitios. En el último minuto aparecieron Goering, Frick, Strasser y Goebbels. Por la expresión de sus rostros supe lo que Hitler había decidido. Frick y Strasser aparecían intensamente pálidos; Goering y Goebbels estaban radiantes. Aquello significaba que Hitler había dado una nueva consigna: con los comunistas contra Von Papen.

Pero también el señor Von Papen había aprovechado la media hora de aplazamiento. Cuando Goering volvió a abrir la sesión, a las 15 horas y 46 minutos, vi cómo el secretario de Estado, Planck, tendía al canciller una carpeta de color rojo. Hubo una inmediata reacción entre todos los asistentes. Cada uno de los parlamentarios sabía, como lo sabía todo alemán interesado por la política, qué significación había que dar a la carpeta roja en manos del canciller. Contenía el decreto del presidente del Reich disolviendo el Reichstag. Papen se había procurado el trascendental documento en la media hora de aplazamiento.

Von Papen pidió la palabra, pero Goering aparentó no haberle visto.

—Someteremos ahora a votación la moción de censura del diputado Torgler — dijo.

El canciller protestó gesticulando, esgrimiendo la carpeta roja y gritando:

—¡El reglamento! ¡El reglamento!

Goering seguía haciéndose el sordo. Nosotros saltamos, por nuestra parte, de los asientos como impulsados por resortes. Goering agitó la campanilla, gritando:

—¡Silencio, por favor! ¡La votación se da por comenzada!

—Protesto contra este acto de desprecio hacia el Gobierno — gritó Von Papen —. De acuerdo con el reglamento, pido la palabra.

—Estamos ocupados ahora en la votación — le interrumpió Goering —. Tengo que llevar a término la votación antes de decidir cualquier otra cosa.

Y dicho esto, volvió al canciller del Reich sus anchas espaldas.

Prosiguió la votación. Lentamente me dirigí hacia la urna. Pero de pronto vi cómo Von Papen se acercaba con movimientos muy rápidos a la mesa presidencial y le tendía la carpeta roja. Goering aparentó no verla. Por segunda vez, Von Papen le envió a su secretario de Estado. Pero Goering hizo que prosiguiera la votación. Con el rostro congestionado, el canciller del Reich abandonó el parlamento seguido de todo su gabinete.

Con gesto de triunfador informó poco después el propio Goering del resultado de la votación: por 512 votos contra 42, el Reichstag expresaba su censura al gabinete Von Papen. Solamente entonces abrió Goering la carpeta roja y leyó el decreto de disolución firmado por el presidente. Luego, habló brevemente para declararlo inútil, puesto que llevaba, además, la firma de un canciller que la representación popular había rechazado.

Era evidente que Goering alteraba el orden de las cosas. Según la Constitución, el Reichstag quedaba disuelto en cuanto el presidente firmaba el decreto al respecto. Por ello, el gabinete Von Papen siguió en sus funciones a pesar de su derrota parlamentaria.

Pese a todo, había que elegir un nuevo Reichstag. Aquello significaba una cuarta consulta electoral en el plazo de ocho meses y también una pesada carga económica para el partido. Se había alcanzado el máximo de nuestra popularidad entre los electores. Las últimas elecciones legislativas nos habían proporcionado sólo un aumento de 300.000 votos sobre las presidenciales. Las siguientes elecciones sólo podían representar un desgaste en el caso de que no redobláramos nuestros tambores con renovado ímpetu. Por tal causa adquirió de pronto una gran importancia política el programado congreso de juventudes en Potsdam.